15 de noviembre de 2012

Pan blanco, tabaco rubio

Por José Martí Gómez 

Ya de adulto supe que en la posguerra el gobierno había inventado el yogur sin leche y una gasolina sin gasolina y avanzó al mundo que iba a lanzar los vestidos de paja porque, decía la propaganda oficial, en España se hacen las mejores pajas del mundo, frase que a los más lúdicos sugería acciones pecaminosas.  También supe que un buen médico cuando salía a la sala de consulta y sabiendo que los pacientes ya se habían hecho las confidencias sobre sus enfermedades, no decía “que pase el siguiente” sino que decía “que pase el que esté más jodido”, y los allí presentes se miraban y coincidían en decirle a uno “pase usted, pase usted”.

Antes de saber esas cosas yo fui un niño fascinado por mujeres de largos faldones que en la calle Bailén musitaba a los viandantes “pan blanco, tabaco rubio”. Mi padre hablaba alguna veces con ellas. Tras el breve intercambio de palabras las mujeres se metían en un portal y salían con un paquete envuelto papel de periódico. Era pan blanco porque el tabaco rubio mi padre no se lo podía pagar. Es mi recuerdo más nítido de lo que fueron los años del estraperlo, años de hambre, de restricciones de agua y de luz, con pisos alumbrados espectralmente con luces de quinqué. Años con higiene de puchero de agua calentado en la cocina económica cargada con carbón y, una vez cada quince días, un baño como Dios manda en los llamados Baños Populares. Inviernos oscuros y fríos pasados junto al brasero que no calentaba más allá de los faldones de la mesa camilla pero me permitió, refugiándome debajo mientras jugaba, ver los muslos y las bragas de todas las amigas de mi mamá.

Dura y larga posguerra española, con fútbol jugado con pelotas de trapo en campos montados en medio de la calle, con las carteras colegiales haciendo de porterías. Había estraperlo con las cartillas de racionamiento, los colmados fiaban a los clientes que no podían pagar, los tranvías eran desvencijados y siempre llevaban gente colgada de los estribos, los taxis circulaban arrastrando un extraño artilugio llamado gasógeno, los cines de barrio eran los fines de semana, con dos películas y variedades en el intermedio, la escapatoria de un mundo gris para familias que en el cine no pasaban frío y soñaban mientras por su barbilla resbalaba el potaje que sacaban de las fiambreras y la pequeña farmacia del barrio era como una policlínica: el farmacéutico hablaba paternalmente con su clientela, les aconsejaba quémedicina tomar, les ponía inyecciones, hacía recetas magistrales y cuando veía que la cosa se ponía realmente mal –no había todavía penicilina– aconsejaba al paciente que ya era prácticamente de la familia que fuese a visitarse al médico. Los médicos que tenían algunas funerarias eran buenos. Los privados eran caros pero en los barrios había médicos que tenían clientela fidelizada a base de lo que se denominaba iguala. Los niños padecíamos de sabañones y cuando nos resfriábamos sacábamos mocos verdes. 

En ese contexto tuve una infancia muy feliz. Puede ser un contrasentido con ese panorama pero a veces esas cosas pasan.

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