7 de marzo de 2012

Lecciones de (mala) vida

Por Luis Suñén


Da un poco de vértigo este principio de legislatura en el que cada quien echa su cuarto a espadas a ver qué pasa, a ver cómo se reciben sus ideas más o menos de bombero. Si no acaba de temblar del todo el misterio lo repetirá más tarde y poco a poco –siempre sin considerar la opinión ajena– lo irá imponiendo como algo inevitable e impepinable, las dos cosas. En Madrid lo estamos viendo con la privatización del Canal de Isabel II que empezó despacio pero ha de acelerarse para dejar sitio a la que vendrá después –se nos dice que no, por lo que debiéramos empezar a temblar–, que es la del metro. De esta forma y poco a poco lo que era nuestro dejará de serlo para ser de otros que, se nos calma, son también nosotros mismos, nuestros congéneres, querrán decir, o sea, otra cosa. Las razones nunca son convincentes, la teoría no las abona pero la práctica demuestra la maldad del método. Basta haber abierto el grifo o viajado en tren en el Reino Unido para comprobar la verdad de las privatizaciones del agua y de los trenes que emprendió Margareth Thatcher, el ídolo de nuestra presidente regional. Si se dice que son medidas que el tiempo ha demostrado ineficaces se nos contesta, por ejemplo, que ineficaz es la socialdemocracia, como todo el mundo sabe. Y se fuman ese gran puro simbólico que parecen encender con las papeletas de voto.


A la Iglesia no se le vota pues no es una institución democrática. Por eso sus autoridades deciden por su cuenta y riesgo –¿qué riesgo, las penas del infierno tal vez?– lo que vale y lo que no. Y ahora vale que los llamados kikos –como ese aperitivo de maíz tan popular– pueden tener su propia liturgia al margen de la común de la Iglesia. Son muchos, claro está, y no parece que sea cuestión de que se acojan a una especie de expediente de regulación de empleo en forma de cisma moderno, pero tampoco parece que Benedicto XVI esté demasiado dispuesto a echarle agallas a un asunto que se le va de las manos.


Se leen estos días muchas cosas sobre el poder de una curia inculta y ambiciosa, como hecha de malos políticos, como los de casi todas partes, a la altura, pues, de los tiempos que corren. ¿Qué hacemos los que no queremos a esa Iglesia? ¿Dónde vamos los hombres y las mujeres de poca fe si cuando llamamos a la puerta se nos dice que hace tiempo que se cerró para nosotros, que esperemos a ver qué pasa en la otra vida si la hubiere?


Gentes como los tales kikos, que estarán muy bien para los que creen de oficio y están encantados de haberse conocido en el gremialismo común, nos arrojan a los demás allá donde, menos mal, hay más llanto que crujir de dientes. Volviendo a la estética, una lástima. Creo que son gente, ya digo, endogámica y sus celebraciones son para su coleto. Menos mal, aunque si hay que imponerlas más allá supongo que lo conseguirían, basta con esperar a un próximo Papa no ya cercano a ellos sino que salga de ellos mismos. ¿Por qué no? ¿Nos hubiera extrañado tras Juan Pablo II un Papa surgido de los Legionarios de Cristo? ¿Por qué no un Papa kiko para sustituir a quien se dejó comer por ellos? Piensen un poco, busquen a un nuevo cardenal Martini, por ejemplo, que pueda llegar a Sumo Pontífice desde la inteligencia, la cultura y la honestidad moral. Apliquen la lámpara a la procesión púrpura y díganme dónde está porque quiero verlo.


Tan difícil como creer en la honradez de algunos.


Fíjense, mientras escribo esta carta, el presidente del Partido Popular de Castellón, Carlos Fabra, ha depositado una fianza de cinco millones de euros en bienes embargables, es decir, una cantidad de pisos y similares que ni ustedes ni yo veríamos en unas cuantas vidas que viviéramos, porque le imputan en un asunto bien sucio, que todo el mundo conoce. Este sujeto afirmaba, como Francisco Camps, que las urnas avalaban su conducta. Y lo peor de todo es que en el fondo tienen razón: ellos han hecho del pícaro un modelo a seguir, del listo un ejemplo, del que sabe una lección de vida. Claro que para lección la del jurado que dictaminó la inocencia de Camps en el asunto bochornoso de los trajes. Decían los partidarios acérrimos del sistema que son gajes de su falta de rodaje y que cuando la gente se acostumbre a la justicia todo irá sobre ruedas. Lo dudo.


Dicen de Camps que es un cadáver político hasta para los de su propio partido. Probablemente lo sea. Pero hemos perdido la ocasión de decirle a sus pares que no vamos a pasar una, que ya está bien, que la muerte política no amortiza la desvergüenza. ¿O será que no tenemos remedio, que sí, que sabemos vivir, que somos muy positivos en muchas cosas pero que al fin esa misma vida se nos queda, encantados de habernos conocido, en una botella de buen vino al sol del verano?

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