29 de octubre de 2012

Tirar la toalla

Por Luis Suñén
 
En uno de los mejores artículos que he leído en los últimos años –Un tiempo para resistir y otro para recordar– Félix de Azúa se refería, en El País, al pasado como consuelo, como explicación, como rescate de nosotros mismos y, con el valor moral que le caracteriza, acababa poniendo todo en relación con un presente que también será pasado en ese futuro que ya no será nuestro. El artículo vino a iluminar, también por la vía de superar una cierta estética del abandono, mi temor a pensar si no estaré llegando a ese momento en el que las almas poco generosas se plantean que no vale la pena seguir preocupándose por las cosas que han de suceder tras nosotros. Lo hablaba también con la profesora Navarro Durán hace unos días a cuento de cuán diferente ha de ser en ese punto la vida y el empeño del científico que busca aliviar un dolor que persistirá tras él en comparación al de quienes pensamos en la música o en los libros y hacemos de la melancolía una suerte de infeliz consolación, incapaz siquiera, casi siempre, de acabar en un par de líneas bien escritas. Y eso  mientras sabemos que también por omisión se deja de cumplir con lo que un día creíamos iba a ser nuestra parte en una suerte de hombre rebelde, como diría Camus, siquiera compartido con otros más decididos que nosotros.
 

El dejar de pensar en el futuro, el acomodarse, el abandonar la idea, esa de los cristianos o del marxista de buen corazón, de una suerte de cuerpo místico que allá o todavía aquí recibirá nuestro esfuerzo sin futuro aparente es quizá un inconveniente de la edad pero viene también seguramente de la falta de horizonte ético de la sociedad en la que somos. Cuando alguien como la abogada defensora de José Antonio Roca, principal implicado en el “caso Malaya”, afirma durante una vista del mismo que su cliente “obtuvo beneficios indecentes pero legales”, aprieta la tuerca de ese pesimismo que nos ahoga en este tiempo. Y más cuando las urnas redimen a quien es algo más que un chorizo. Es cierto que aceptar esa provocación hacia este nihilismo barato y sin política dice bien poco de nuestra madurez y es, en todo caso –ya mayores y bien educados–, responsabilidad nuestra, pero ahí está como una tentación nada atractiva pero cuyo imán posee  una fuerza probablemente demoledora. El deshielo de los polos, la deforestación nos quedan lejos, lo sufrirán nuestros nietos. Con algo de buena suerte, tal vez ni ellos, quizá sus hijos. Si aguantamos hasta la muerte con algo de dinero y una aceptable reputación, tal vez podamos resistir hasta ese final burgués y merecido en el que, con algo de suerte, no suframos demasiado. Aunque también fuera el de Goethe –que daba por descontada la inmortalidad–, ¿es ese nuestro horizonte?
 

Vidas ejemplares
 

Repasaba el otro día Luke Johnson en The Financial Times las autobiografías que diversos emprendedores han escrito –con mayor o menor ayuda, supongo– para darnos una lección y a la vez satisfacer su ego. La lista es apasionante: Ray Kroc, el fundador de la cadena de hamburgueserías McDonald’s; David Ogilvy, el publicitario en el que muchos piensan cuando ven Mad Men;  James Dyson, magnate de los electrodomésticos; David Packard, cofundador de HP y supongo que una de las almas de su pésimo servicio postventa; Lord Thompson of Fleet, gigante de la comunicación y pionero en la inversión petrolífera en el Mar del Norte; y así sucesivamente. Seguro que todo muy aleccionador, aunque falten banqueros. Por cierto, me acabo de acordar de una anécdota que cuentan del poeta Joan Brossa. Lo sentaron un día en una cena junto a otro señor que se le presentó diciendo que era el presidente de un banco. Brossa le respondió: “¿Y no le da vergüenza?”

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