12 de junio de 2012

Culturas

Por Luis Suñén


Acabo de pasar casi un día en Viena. Un viaje de trabajo, de la noche del domingo a la tarde del lunes. Toda Europa hacía el puente del Primero de Mayo y por lo menos media estaba en la capital austriaca, a treinta grados, demostrando antes de tiempo –sandalia descalza, pantalón corto, michelín al aire– ese axioma que la suegra de un amigo mío despliega en cuanto llegan los calores: “Qué ordinario es el verano”. Tenía una cita a las doce en el Hotel Imperial con Gustavo Dudamel, el joven director de orquesta venezolano, el mejor de los alumnos de José Antonio Abreu y su maravilloso Sistema Nacional de las Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela que ha sacado de la calle, de la marginalidad y de la ignorancia a miles de chavales de allá.
 

 Dudamel no fue un marginal pero sí se integró en el Sistema con ganas y ahora es uno de los grandes de la música, uno de los que tiene en sus manos desatascar la clásica de formalidades sin sentido. Me admiró su conciencia de que es un ejemplo para muchos y, sobre todo, su falta de miedo ante esa realidad, su asunción inteligente de algo que ni puede ni quiere evitar, la responsabilidad social que posee a sus 31 años, querido y mimado por el marketing pero bien consciente de dónde está la esencia de su trabajo, de su manera de ser, de su vida como artista y como ser humano.
 

Como digo, habíamos quedado a mediodía, así que me daba tiempo de sobra a bajar desde el Graben dando un paseo lento y tranquilo, incluso de tomar, como lo hice, y aunque fuera un poco pronto, una cervecita bien fresca en la Karlsplatz.
 

La primera parada fue en la Peterskirche, esa especie de milagro barroco, de puro exceso, que se salva siempre porque conserva un equilibrio imposible, porque no recibió jamás esa voluta final que hubiera hecho que el asombro se desplomara como se desplomó cuando uno que iba haciendo fotografías se me puso delante. Claro, lo que cuenta no es vivir el instante sino creer que se le hace perdurar con una foto. ¿Perdurar qué, si nada hubo?
 

Qué distinto el ambiente en la Annenkirche, la iglesia de las oblatas de San Francisco de Sales, en la calle que lleva su nombre, que tiene expuesto el Santísimo y donde no había nadie, supongo que no porque sus bancos sean de una incomodidad penitencial sino porque, a Dios gracias, es menos lucida. Porque lo de la exposición no creo que le cortara un pelo al turismo.
 

Me acordé de Vargas Llosa, de su cruzada a favor de esa gran cultura que se pierde irremisiblemente en el marasmo de una opinión universal e indocumentada.
 

¿Cómo juzgar una novela si no se han leído Los miserables o El idiota? ¿Cómo hablar de música sin conocer las sinfonías de Beethoven?
 

En internet, todos los días, se opina, se juzga así. No es la necesidad del crítico que nos ilumine sino la pérdida de la formación crítica en el ciudadano que se enfrenta a la cultura, al placer estético, a la imagen de la vida. Es admirable la pelea del maestro. Y probablemente inútil, la de quien morirá con las botas puestas. Visto desde la orilla de los que creemos que la modernidad no es intrínsecamente perversa –aunque a veces lo dudemos– el trabajo del gran escritor es un ejemplo de creencia en eso que Edward Morgan Forster llamaba la vida de los valores y que creía imprescindibles en las novelas.  
 

Y, hablando de cultura, alguna vez ha quedado claro en estas páginas que me gusta el fútbol y soy del Real Madrid. Debo sufrir, pues, una cierta esquizofrenia respecto a los modos de José Mourinho comparados permanentemente con los de su tocayo Guardiola. Como se trata de una confrontación que me aburre terriblemente, déjenme que les cite solamente la frase del malvado Mou tras ganar la Liga: “Para esto trabajas, para dar alegría”. Qué cosas: es exactamente lo que le pedimos a los políticos. ¿Y quién de ellos trabaja para eso?

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