25 de septiembre de 2012

Una historia del Concilio Vaticano II para jóvenes

Por Joaquim Gomis
 
La pregunta es evidente: ¿qué sabe la mayoría del personal sobre el Vaticano II? Los mayores hablamos de él simplemente como “el Concilio” y damos por supuesto que fue el acontecimiento más importante en la historia de la Iglesia contemporánea. Pero celebrar ahora el cincuentenario de su inicio equivale a reconocer que solo los ya ancianos lo vivimos y que si las generaciones mayores experimentaron aún su influencia, en cambio para una amplia mayoría que podríamos situar de los 50 años para abajo, hablar del Concilio significa hacerlo de algo que apenas se conoce. ¿No sería bueno aprovechar el cincuentenario para darlo a conocer?
 

Me ofrezco para hacer de maestro, pensando sobre todo en las generaciones jóvenes. Me sabe mal que algo que uno aprecia y valora sea tan poco conocido. Y se hable de él dando demasiado por supuesto mucho de lo que es esencial. Me gustaría recordar que según el libro de los Hechos de los Apóstoles (capítulo 15) ya la Iglesia naciente supo encontrar en la práctica conciliar la solución a su mayor problema: pasar de ser una secta judía a una comunión de creyentes abierta a todos. Lo curioso es que en aquel llamado concilio de Jerusalén ya se hallen las características básicas conciliares: reunión para resolver un problema grave que afecta a todos, presencia de diversas tendencias, función de Pedro como mediador, opción mayoritaria por la apertura pero con concesiones menores para la minoría conservadora (concesiones que pronto se desvanecieron).
 

Podría trazarse una historia de la Iglesia en paralelo con la de los concilios. Los grandes concilios del primer milenio centrados sobre todo en el cristianismo del próximo oriente, que formulan los “credos” que siguen proclamando todas las Iglesias (y que podrían ser la base de unión entre todas ellas). Tras la división entre oriente y occidente, tras el rechazo del Papa por unos y su creciente exaltación por otros, hay un bajón conciliar hasta el gran intento del Concilio de Trento (siglo xvi) como pretensión de respuesta a la reforma protestante que implica una “contra” reforma. Fracasó en su intento de someter a los considerados herejes, triunfó en implantar unas formas de creencia y comportamiento que han durado hasta el siglo xx, hasta el Vaticano II. Confirmadas por el breve Concilio Vaticano I, en 1869, al proclamar la infabilidad del Papa (una infabilidad que doctrinalmente apenas significa nada pero que fue el disparadero de una creciente inflación del centralismo romano). 

Sueño para una  nueva época
 

Me excuso por tan prolija introducción. Pero me parece el único modo de explicar la importancia del Vaticano II. Que no es tanto lo que dijo, sino el intento de pasar página. Quizá sin ser siempre consciente de ello, el propósito es terminar no solo con la etapa iniciada en el Concilio de Trento, sino incluso de volver a tiempos anteriores. Resumen en dos palabras: el ressourcement, es decir, la vuelta a las fuentes, a los orígenes cristianos, al Evangelio, y el aggiornamento, es decir, apertura, abandonar la concepción de la Iglesia como baluarte opuesto a la modernidad y renovarla para que sea como fuente de agua viva en la plaza del pueblo.
 

Habían ido apareciendo durante la primera mitad del siglo xx movimientos de renovación en la Iglesia. Pero también de cerrazón, de cruzada tanto antimoderna en lo intelectual como anticomunista en lo social. La gran figura del aristócrata Pío XII culminaba el creciente centralismo eclesial. Un profesor en la principal universidad romana acababa de explicar que con la proclamación de la infabilidad papal eran inútiles –habían terminado– los concilios. Pero a la muerte de Pío XII los cardenales eligieron como Papa de transición, en tiempos de espera, un cristiano anciano y sencillo, sin fama ni relieve: Juan XXIII.
 

No solo resultó una sorpresa porque gustaba a la gente sino porque él mismo supo llegar al fondo de la cuestión: hemos de cambiar, yo solo no sé cómo, convocaré un Concilio. Que vengan los obispos, aporten su experiencia, busquen nuevos caminos. Y que así también nos sintamos más cercanos a los cristianos de las otras Iglesias y caminemos hacia la unión. Y aún más: que la Iglesia se sienta más cercana a todos los hombres, sea más servidora, no identificada con ningún bando.
 

Este era el intento de Juan XXIII. Despertó expectativas, incluso entusiasmo, pero también escepticismo, oposición. La mayoría de quienes debían preparar los textos para el debate conciliar no creían en el sueño de Roncalli. Los miembros de la curia romana que dominaban la sala de máquinas, imaginaban que los obispos aprobarían sin dificultad unos textos que repetían las enseñanzas de los últimos papas. La teología anquilosada, la posición atrincherada ante todo lo que oliera a modernidad. Incluso con el añadido de alguna nueva condena (¿no era tradicional que los concilios terminaran fulminando con anatemas a los supuestos  enemigos de la Iglesia?). De nueva época, nada de nada. 

La rebelión de los obispos
 

El 11 de octubre de 1962 una larga y tediosa ceremonia inauguró el Concilio. Pero al final, cuando bastantes obispos ya bostezaban, Juan XXIII, que hasta entonces apenas había intervenido en la preparación –era un creyente de la libertad–, sorprende a todos con una rotunda afirmación de lo que debe ser el Vaticano II. Primero, una visión positiva y optimista (lejos de “los profetas de calamidades”); segundo, un paso adelante en la presentación de la fe (para repetir lo mismo no hacía falta un concilio); tercero, nada de condenas sino misericordia y bondad para todos; cuarto, unidad de todos los cristianos en favor de la unidad entre todos los hombres. Muchos apenas captaron la importancia de lo que decía aquel anciano, pero era el anuncio de un concilio distinto. Él no lo viviría ya que murió meses después, pero aún hoy sus palabras siguen siendo decisivas porque señalan el camino de una nueva época en la Iglesia.
 

Al discurso siguió un par de días después lo que la prensa italiana calificó de la ribellione dei vescovi o incluso il tempo del demonio al Concilio. La curia romana había preparado unas comisiones de miembros adictos para redactar los textos conciliares. Pensaban que todo estaba atado y bien atado. Pero contra todo lo previsto, el cardenal francés Liénart y el alemán Frings se levantaron en la asamblea para protestar y pedir tiempo para que los obispos pudieran elaborar libremente unas comisiones nuevas.
 

Fue el fin del intento del sector conservador por dominar el Concilio. Nacía lo que luego se denominó mayoría renovadora que fue determinante en el Vaticano II. Inicialmente inspirada por los episcopados centroeuropeos, incorporó luego muchos obispos de otros continentes. La curia romana, episcopados como el italiano y el español, quedaron en una minoría conservadora con escaso vigor. Y la mayor parte de los documentos que habían preparado llenaron papeleras (o como dicen que dijo Juan XXIII, fueron “Tíber abajo”). Mientras no pocos teólogos que en los años anteriores habían sido prohibidos pasaban a convertirse en redactores de los textos conciliares (Congar, Chenu, Schillebeeckx, Rahner, e incluso Ratzinger, pueden ser ejemplos).
 

La liturgia salva y cambia
 

Lo que se anunciaba como un Concilio soso se convierte en conflictivo. El Papa y la mayoría sensata deciden aparcar los temas polémicos y empezar por algo que parece inocuo: la liturgia (que además es el documento mejor preparado). Pero los días pasan y las discusiones se eternizan. Los obispos carecen de práctica parlamentaria y se repiten inútilmente. El episcopado norteamericano encarga a una empresa que calcule el futuro conciliar y el resultado es que a este ritmo el Vaticano II duraría 240 años.
 

Pero surge la paradoja: el empeño de la minoría conservadora por oponerse a cualquier reforma refuerza la mayoría renovadora a la que se van incorporando los episcopados latinoamericanos, africanos, asiáticos. También la liturgia resulta conflictiva y algunos defienden el latín como si fuera dogma de fe. Pero se levanta Malula, un joven obispo africano y les desafía a que vayan a celebrar en latín a su país. Se pasa a la votación y el resultado es contundente: el 97 por ciento votan a favor de la reforma litúrgica. El obispo Lefebvre se queda solo aunque cincuenta años después sus seguidores sigan defendiendo –incluso con la bendición del Papa– lo que rechazó el Concilio.
 

La liturgia salvó el Concilio porque quedó claro que la gran mayoría de obispos quería lo que Juan XXIII había proclamado en su discurso inaugural: acercar la Iglesia al pueblo. Y cambió la Iglesia porque fue lo que pronto, cuando empezó a aplicarse la reforma, percibió la gente: el cura dejó de darle la espalda y la misa, los sacramentos, ya se celebraban en la lengua que entendían. Hoy parece lo más normal, entonces significó el cambio. ¿Se imagina alguien volver a la práctica preconciliar?  

Intento inútil de conciliación
 

El 3 de junio de 1963 falleció el papa Roncalli. Se ha dicho que fue el momento de máximo “crédito” de la Iglesia en la historia contemporánea. Acababa de publicar la encíclica Pacem in terris, dirigida a todos los hombres de buena voluntad sobre “la paz entre todos fundada en la verdad, la justicia, el amor y la libertad”. Sin duda, el texto más leído en los veinte siglos de producción papal. Ya en el lecho de muerte llamó a sus colaboradores más cercanos y les resumió sin miedo su mensaje: “No es que cambie el Evangelio, es que nosotros empezamos a comprenderlo mejor”.
 

La gran incógnita es qué hará el nuevo Papa con un concilio que simplemente está en sus inicios y cuando no falta en las alturas vaticanas quien quiere aplazarlo sine die. El escogido, Pablo VI, puede considerarse el cardenal más inteligente y culto, el que mejor conoce los problemas de la Iglesia. Acaba de proclamar que “la herencia de Juan XXIII no puede quedar encerrada en su sepulcro”, pero no se parecen en nada. Montini ha trabajado casi toda su vida en la curia romana pero la curia no le quiere porque le teme. “Es un furbo (astuto), si sale me ne vado”, nos dijo un tipiquísimo monseñor romano a Joan Llopis y a mí el día antes. Salió Montini, lo primero que afirmó es que continuaría el Concilio, pero aquel monseñor no se fue y siguió su carrera en la Curia.
 

Se ha dicho que la gran preocupación de Pablo VI fue conseguir un Concilio de todos, sin victoria de la mayoría renovadora sobre la minoría conservadora. Intervino como no lo había hecho Juan XXIII para contener a los renovadores y contentar a los conservadores. Aunque uno lo imagina más cercano a las grandes figuras conciliares progresistas como los cardenales el jesuita alemán Bea, el belga Suenens, el holandés Alfrink, el austríaco König, incluso el italiano Lercaro, que no a los integristas Ottaviani, Siri, Rufini, todos italianos. Su intento de conciliación creo que fue un fracaso: maniobraba la derecha en las comisiones, conseguía que Pablo VI propusiera fórmulas más matizadas, pero a la hora de las votaciones la mayoría renovadora –con el asentimiento del centro– vencía casi apabulladoramente.
 

Por eso un servidor discrepa del tópico que hoy muchos repiten sobre el Concilio como un sí pero no. Es decir, como un predominio de afirmaciones renovadoras pero seguidas de matizaciones conservadoras que quitan vigor a los textos y los dejan en la mediocridad propia de las opciones centristas. Es verdad que eso se da en ocasiones, pero como intento fracasado. La minoría –con el apoyo de Pablo VI– consiguió meter algún gol para salvar el honor, pero la victoria fue clara de los renovadores. Como escribió el profesor Giuseppe Alberigo, el mejor historiador del Vaticano II, fue más un acontecimiento que no una colección de textos. El acontecimiento significa el fin de una etapa y el inicio de otra. Que, pese a quien pese, se concreta en un cambio sin vuelta atrás. 

Adquisiciones y fracasos
 

Ya hemos hablado de la renovación litúrgica. En las tres sesiones que presidió Pablo VI se podría resumir –esquemáticamente– el Vaticano II en las siguientes adquisiciones. La primera, decisiva, el retorno al Evangelio. Que implica desde la presencia de la lectura de la Biblia en toda celebración hasta la admisión de todo el esfuerzo de investigación sobre el sentido de la Escritura. Más a fondo, es priorizar la fe en Jesucristo sobre los añadidos de las diversas épocas. Lo cual, evidentemente, es el gran paso hacia el reencuentro con las otras Iglesias cristianas.
 

La afirmación conciliar de que “hay una jerarquía en las verdades de la fe” es fundamental en dos aspectos: abre el camino para encontrarse en el núcleo cristiano con todos los creyentes en Jesús (y relativizar lo secundario propio de cada tradición) y abre también el camino para progresar con libertad en nuevos planteamientos de un futuro cristiano. La fe no es un listado de dogmas sino la adhesión a una persona en quien Dios se comunica.
 

La segunda gran adquisición es que la Iglesia no es una institución, una sociedad que compite con las otras –con las políticas– sino un pueblo, una comunidad. Es lo que mostró el cambio de orden en la Constitución que el Vaticano II preparó como la más importante: la dedicada a explicar qué es la Iglesia. El proyecto empezaba hablando del Papa y los obispos. Pero fueron los mismos obispos quienes decidieron cambiar el orden: primero debía hablarse del común de los cristianos porque la Iglesia –palabra griega que significa Asamblea– es ante todo pueblo, comunidad. Papa y obispos son servidores. Probablemente es lo que menos del Concilio ha pasado a la realidad. No es fácil que quien tiene el poder renuncie a él. Todo tinglado jerárquico tiende a reproducirse. Incluso el intento del Vaticano II por reducir el centralismo romano, el poder del Papa, situándolo en una colegialidad que potenciara más el papel de los obispos en el conjunto de la Iglesia, ha quedado reducido a casi nada (unos sínodos episcopales sin poder mientras la curia romana mantiene con más pena que gloria el suyo). Es sin duda el mayor fracaso del postconcilio porque así, desde el poder, puede impedirse que muchas semillas conciliares, que han arraigado en el pueblo cristiano, puedan desarrollarse.
 

El Vaticano II proclamó la libertad religiosa –aunque la mayoría de obispos españoles, azuzados por el régimen franquista, se opusieran– y la mayor parte del común de los católicos se ha acostumbado a pensar y actuar libremente. Esta realidad es signo de que el Concilio causó un cambio de época en el colectivo católico. Pero se mantienen las resistencias, muchas de ellas incoherentes con las grandes afirmaciones conciliares. Basta leer el último gran documento del Vaticano II, la “Constitución sobre la Iglesia en el mundo”, para constatar la dicotomía: bastante de lo que se predica sobre el mundo y la sociedad, la autoridad eclesiástica no lo aplica en la Iglesia (por ejemplo, lo referente a la mujer). Al parecer, 50 años no han sido aún suficientes para convertir a la superioridad eclesiástica. Ya dicen los historiadores que los grandes concilios suelen tener una aplicación lenta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario